martes, 18 de junio de 2013

Breve historia de la Planta # 2

Entre los años 1960 y 1970 un grupo de personas visitaron la finca San Miguel Río Abajo, conocida en los alrededores como el Trapiche. Lugar de donde se extraía el jugo para elaborar el dulce de panela o rapadura, proveniente de la caña de azúcar. Para los caporales, obreros y vecinos fue sorprendente, más que la visita, el objetivo mismo. La finca sería negociada con todo y sus montañas de caliza, broza, puzolana y esquisto. Materiales sobre los cuales se gestaba un gran sueño, y aunque la población no tenía conocimiento, serían desde ese momento el pan de cada día. 

La curiosidad se agiganta tiempo después cuando se escucha el sonar de una trompeta que una maquina de vapor expulsa como avisos. Vagones cargados de grandes y extrañas maquinas llegaban después del sonido fuerte y destemplado. A los pocos meses se escucha el ruido de motores. Tractores y camiones de volteo empezaban a construir los caminos que conducirían desde un pequeño valle a las distintas minas. Por la parte del puente punta Gorda otro contingente con maquinaria más fuerte y pesada construía la carretera principal para el ingreso desde la carretera Al Atlántico al pequeño valle. Bien ajustado el dicho “a dos puyas no hay toro valiente” pues en algunos meses el trabajo quedaría listo, y una nueva etapa nacería. 

Dos años después una ciudad de maquinas empezaba a crecer en el pequeño valle. Entonces, truenos llegaban desde la parte alta de los cerros a nuestras orejas sucias de niños de campo. Y aunque nunca hubieron otras señales, más de alguno pensó en la llegada del invierno. Así, poco a poco, aquellos que aún éramos niños fuimos enterándonos. Escuchábamos historias sorprendentes, como la de los explosivos que hacían desprender y volar en miles de pedazos a la montaña. Sonidos salvajes, como bramidos, parecían salir de la garganta de animales extraños y feroces. Con las historias que llegaban cada tarde, supimos que era el ruido de motores: tractores, cargadores frontales, barrenos extraían y transportaban el material a las quijadas dentadas de enormes trituradoras que devoraban rocas para convertirlas en pequeñas piedras. Alimento que da vida a otra parte del proceso, donde criaturas metálicas cargadas con miles de bolas aceradas giran como si fueran cilindros para moldear el pan. Con esa harina se forma un mineral. El hombre, escucharíamos en una de aquellas historias, entendió el misterio de la tierra; en ese valle, más allá del Trapiche, forma un mineral entre grandes tubos que giran con mucho calor en su interior. Y como si fuera la boca de un volcán, en la salida se ve la incandescencia del material. Esas historias eran para nosotros algo sorprendente, muchos nunca habíamos visto un volcán, pero por alguna extraña razón entendíamos que era algo muy poderoso. Ese mineral enfriado era triturado por molinos parecidos a los primeros, entonces un polvo muy fino, tanto como el que pateábamos camino a la escuela para levantar nubes opacas de las que salíamos tal y como no le gustaba a la maestra, estaba siendo fabricado. Un polvo como mágico con el que se construyen casas muy fuertes, fue la explicación más rara para mí. 

Quien de aquellos niños diría que años después formaría parte de la enorme familia cementera. Que aquella primera línea que provenía de un sueño hecho realidad por un hombre visionario, se convertiría años después en una de las plantas cementeras más grandes de América. Quien de aquellos niños se imaginaría dentro, construyendo sus sueños como un cementero. Quizá más de alguno. Y quizá más de alguno en estos tiempos se aventura en el mismo sueño que nosotros tuvimos algún día.  
A Dios: gracias infinitas.

Adine Chacón

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