miércoles, 2 de octubre de 2013

Del porqué los niños no deben ver cuando matan al choche

Algo que me contó don Ovidio Pérez Falla
Soy sanarateco de corazón, aquí nací, y aquí he de morir en este pueblo sin mar, pero con el ambiente y el espíritu de aquel que es mojado por la brisa. Tantas historias, tantos relatos que circulan por las calles, por el parque, por esos lugares prohibidos tan necesarios y tan repudiados a la vez. Uno no se da cuenta hasta que llega un fuereño y señala con timidez, y es que aquí las muertes son motivo de fiesta. Será porque buscamos cualquier señal para celebrar, será porque en el fondo entendemos la trascendencia de ese paso, el último en apariencia, tal cual fuera un sueño más. Lo cierto es que aquí se hace fiesta ese día. Lo acostumbrado desde tiempo atrás es matar un cerdo. Esa es una muerte violenta porque se aturde al animal dándole golpes en la cabeza con un trozo o algo duro. Luego se le perfora la garganta. Las abuelas, las tías, las madres, andan atentas a ese momento, y regañan a todo aquel chiris que ande husmeando el hecho. Es peligroso, dicen, que los niños presencien semejante atrocidad, no hay espíritu infante que viva la vida en paz llevando esos recuerdos en el alma. Que el patojo que ve una situación de esas, quedará aterrorizado de la muerte. Y cosa espantosa es aquella de que el niño sueñe, dormido y despierto, con el cerdo gritando y luchando por la vida. Se vuelve loco, la mirada perdida y la saliva en la barbilla. Por eso no dejan que los niños vean el acto de matar un cerdo en un funeral. Lo cierto es que eso no se había comprobado, ni siquiera había historias que sustentaran esas creencias.
No fue hasta esa vez cuando vimos llegar al carnicero, un hombre gordo, de brazos fuertes que usaba el bigote abundante y una gorra de lana. Llegó él y su ayudante sin anunciarse, por alguna razón entraron por la puerta de atrás, del otro lado donde se llevaba la velación. Allí estaba el patio enorme donde el abuelo criaba a los animales. Quizá ya tenían pactada la hora y la manera con que lo harían, porque no era lo usual. El carnicero ese día es aún más importante que las cocineras, porque cocineras sobran, pero carnicero sigue habiendo solo uno, el de la familia, el hombre al que se le encomienda semejante tarea, en el que se confía. Y es importante porque luego de tomar café y comer pan a horas donde usualmente no se hace, desespera y con el calor aturde. Uno espera la hora de la comida, los canastos de tortillas, y sobre todo los canastos de carnitas, los de chicharrones, las bandejas de buche y morcilla.
Esa vez el montón de niños se metió en la casa burlando la guardia, aprovechando el descuido de la tía Josefina que en ese momento se dejaba enloquecer por las manos del novio, y desde una ventana medio abierta vieron el acto irremediable de la muerte del cerdo. Habían desayunado una o dos horas antes de que amaneciera, se levantaron con los adultos como si la algarabía fuera parte esencial en la velación. Y vieron cuando el carnicero y su ayudante golpearon al cerdo por detrás en la cabeza. Cuando lo subieron al tapesco y le amarraron con pita de nylon las patas. Entonces el ayudante se quedó amarrándole el cuerpo a la madera, mientras el carnicero desenrollaba un envoltorio de manta donde iban los cuchillos, un gancho y las limas para afilar. Prueba y termina de afinar uno largo y puntiagudo. De la casa salieron dos muchachas y una de las tías, llevaban cacerolas y paletas de madera para recoger y mover la sangre. Cosa tan sabrosa las tortillas calientes con morcilla. Luego el hombre regordete se acerca vistiendo una gabacha ensangrentada a perforarle el cuello al animal. Allí mismo lo drenaron, lo despellejaron y lo fueron haciendo lo que después se comería con gusto y placer.
La maldición había caído, los niños vieron lo que no se debía. Al siguiente día se levantaron temprano, ese día sería el del entierro. Uno de ellos propuso que jugaran de matar al choche. El hermano mayor de Fabiancito se ofreció porque supuso que lo elegirían a él. «Yo quiero ser el choche», dijo, y no hubo quien se lo discutiera. Consiguieron las pitas y el mazó de madera. Y mientras lo amarraban en el suelo, Fabiancito salió de la casa con un cuchillo largo y afilado. Desde allí lo vio con la cabeza sobre el suelo, llena de sangre. «Es de verdad», dijo. Apresurado llegó al grupo para decirles que pararan de darle y darle con el trozo, pero ya era tarde, la historia estaba escrita. Uno de los mayores tomó el chuchillo para perforarle la garganta. Así lo hicieron dos o tres, hasta que le llegó el turno a Fabiancito. «Te toca, dale el remate», no supo que hacer con tamaña responsabilidad. Salió corriendo en busca de su mamá con el cuchillo lleno de sangre.
Lo cierto es que Josefina ese día además de quedar preñada, perdió a los únicos dos sobrinos; el grande de espíritu noble, al que le decían El Coche. Y el pequeño, Fabiancito, que no volvió a recobrar la cordura, y al que el padre dejó cojo y sin un ojo de la tundra de Padre y Señor mío que le dio por descargar la furia, esa que todavía los tiene enloquecidos.

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